Waldo Acebo Meireles
No lo puedo demostrar con una colección de datos estadísticos, aunque por cierto alguien dijo que con las estadísticas se puede demostrar cualquier cosa, pero mi empírica observación me indica que cuando un cubano llega a estas latitudes y recibe el primer cobijo de algún familiar, amigo, conocido, etc., ese primer asentamiento lo marca y a partir de ahí está más o menos predestinado a seguir viviendo alrededor de esa, su primera ubicación.
Es algo así como un establecimiento de una circunstancial y casual patria chica que lo ata y con el que establece una relación afectiva y efectiva que no siempre es positiva pero que resulta en esa permanencia, en ese merodeo alrededor de los límites de aquella casualidad convertida, no se por qué, en causalidad.
Casi es mi caso, mi desembarco primigenio fue en Hialeah Gardens pero rápidamente me despojé de los jardines y me fui a la ciudad madre: Hialeah. Aún ando por acá, en esta ciudad heredera de lemas marianenses, no me refiero a ningún culto mariano, sino al Marianao de Orúe, aquella ciudad que progresaba, ya no más.
Esta de por acá si lo hace que no todo es ‘agua, fango y factorías’ como dice el chascarrillo popular, basta recorrer la ‘49’ para comprenderlo, más de una decena de bancos, con incluso nuevas aperturas en el fatal 2008, nos habla de que aunque de las factorías ya no queden muchas, las fuerzas económicas están vivas y son pujantes.
Mi amor por Hialeah, fue de esos de primera vista, mi excursión iniciática al día siguiente a mi llegada a estos lares incluyó un cafecito que no era de 3 centavos como los de la antigua Habana pero a 25, por aquellos años, no era para llorar. Y aquella frase de la dependiente: ‘Mi chino si quieres más…’
Dependientas y dependientes cariñosos, aunque no siempre amables, es un rasgo de este Hialeah donde usted puede vivir entre poetas si decidí rentar en la Avenida Antonio Machado casi esquina a José Martí.
No lo puedo demostrar con una colección de datos estadísticos, aunque por cierto alguien dijo que con las estadísticas se puede demostrar cualquier cosa, pero mi empírica observación me indica que cuando un cubano llega a estas latitudes y recibe el primer cobijo de algún familiar, amigo, conocido, etc., ese primer asentamiento lo marca y a partir de ahí está más o menos predestinado a seguir viviendo alrededor de esa, su primera ubicación.
Es algo así como un establecimiento de una circunstancial y casual patria chica que lo ata y con el que establece una relación afectiva y efectiva que no siempre es positiva pero que resulta en esa permanencia, en ese merodeo alrededor de los límites de aquella casualidad convertida, no se por qué, en causalidad.
Casi es mi caso, mi desembarco primigenio fue en Hialeah Gardens pero rápidamente me despojé de los jardines y me fui a la ciudad madre: Hialeah. Aún ando por acá, en esta ciudad heredera de lemas marianenses, no me refiero a ningún culto mariano, sino al Marianao de Orúe, aquella ciudad que progresaba, ya no más.
Esta de por acá si lo hace que no todo es ‘agua, fango y factorías’ como dice el chascarrillo popular, basta recorrer la ‘49’ para comprenderlo, más de una decena de bancos, con incluso nuevas aperturas en el fatal 2008, nos habla de que aunque de las factorías ya no queden muchas, las fuerzas económicas están vivas y son pujantes.
Mi amor por Hialeah, fue de esos de primera vista, mi excursión iniciática al día siguiente a mi llegada a estos lares incluyó un cafecito que no era de 3 centavos como los de la antigua Habana pero a 25, por aquellos años, no era para llorar. Y aquella frase de la dependiente: ‘Mi chino si quieres más…’
Dependientas y dependientes cariñosos, aunque no siempre amables, es un rasgo de este Hialeah donde usted puede vivir entre poetas si decidí rentar en la Avenida Antonio Machado casi esquina a José Martí.
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