Waldo Acebo Meireles
En la fila [cola] para pagar en el mercado tenía delante de mí una señora bien entrada en años, llevaba dos mangos y un aguacate pequeño, no mayor que mi puño.
Al llegar frente a la cajera, que al parecer ella conoce, le dijo familiarmente: “mira ver cuanto vale este aguacate, porque si vale 100 pesos no lo quiero” La cajera puso el aguacate en la balanza electrónica, marcó el código correspondiente y anunció con presteza: “uno treinta y dos”
¡No lo quiero!, fue la rápida respuesta. Ahí mismo la cajera la emprendió con una seria disquisición acerca de la imposibilidad de comerse un billete de a dólar y los treinta y dos centavos, y lo bueno que estaban esos aguacates.
Una señora, no tan mayor, que había pasado antes de la del aguacate, y que estaba aún acomodando sus compras en el carrito, se viró y se ofreció a comprar el aguacate, si conocía o no a la otra, no lo se, es probable que si.
La negativa a que le comprasen el aguacate fue rotunda pero sin estridencias, ni reflejaba molestia alguna, quizás un poco de orgullo. Pagó sus dos mangos y salió sin prisa.
Poco después yo salí y me encontré a la señora del aguacate depositando en la mano de un mendigo, que pedía sin pedir, una monedas, probablemente las que le sobraron de la compra de los mangos.
En la fila [cola] para pagar en el mercado tenía delante de mí una señora bien entrada en años, llevaba dos mangos y un aguacate pequeño, no mayor que mi puño.
Al llegar frente a la cajera, que al parecer ella conoce, le dijo familiarmente: “mira ver cuanto vale este aguacate, porque si vale 100 pesos no lo quiero” La cajera puso el aguacate en la balanza electrónica, marcó el código correspondiente y anunció con presteza: “uno treinta y dos”
¡No lo quiero!, fue la rápida respuesta. Ahí mismo la cajera la emprendió con una seria disquisición acerca de la imposibilidad de comerse un billete de a dólar y los treinta y dos centavos, y lo bueno que estaban esos aguacates.
Una señora, no tan mayor, que había pasado antes de la del aguacate, y que estaba aún acomodando sus compras en el carrito, se viró y se ofreció a comprar el aguacate, si conocía o no a la otra, no lo se, es probable que si.
La negativa a que le comprasen el aguacate fue rotunda pero sin estridencias, ni reflejaba molestia alguna, quizás un poco de orgullo. Pagó sus dos mangos y salió sin prisa.
Poco después yo salí y me encontré a la señora del aguacate depositando en la mano de un mendigo, que pedía sin pedir, una monedas, probablemente las que le sobraron de la compra de los mangos.